El ladrón de cadáveres - Robert Louis Stevenson

Halloween en la biblioteca

Había en aquella época cierto profesor de anatomía, que actuaba fuera de la universidad, al cual designaré aquí con la letra K. Posteriormente su nombre fue bastante conocido. El hombre que lo llevaba merodeó, disfrazado, por las calles de Edimburgo, mientras la muchedumbre que aplaudía la ejecución de Burke pedía a gritos la sangre de su patrón. Pero el señor K. estaba entonces en la cresta de la ola; disfrutaba de una popularidad debida en parte a su propio talento y habilidad, y en parte a la incompetencia de su rival, el catedrático de la universidad. Los estudiantes, al menos, confiaban en él y el propio Fettes creía, y hacía creer a otros, haber puesto los cimientos de su éxito cuando se granjeó el favor de aquel hombre de fama meteórica. El señor K. era tan bon vivant como consumado profesor; disfrutaba lo mismo con una alusión maliciosa que con una cuidadosa preparación. En ambos cometidos, Fettes gozaba merecidamente de su reconocimiento, y al segundo año de su asistencia a clase ocupaba el cargo, a media jornada, de segundo auxiliar de prácticas o sub-adjunto. En este cometido, recaía en particular sobre sus espaldas ocuparse del aula y la sala de conferencias. Debía responder de la limpieza de ambos locales, y de la conducta de los demás estudiantes, y formaba parte de sus deberes proveer, recibir y repartir las diversas piezas destinadas a la práctica anatómica. Con el propósito de atender a este último asunto –muy delicado en aquellos tiempos–, el señor K. lo alojó en el mismo callejón, y finalmente en el mismo edificio de las salas de disección. Allí, tras una noche de placeres turbulentos, con el pulso todavía vacilante y la vista nublada y confusa, lo sacaban de la cama en las aciagas horas que anteceden a los amaneceres invernales los sucios y desesperados traficantes que abastecían las mesas de prácticas. Tenía que abrir la puerta a aquellos hombres, luego de infame celebridad en todo el país. Tenía que ayudarlos a transportar su trágica carga, pagarles su sórdido precio y quedarse a solas, cuando se fueran, con aquellos desagradables despojos humanos. Tras semejante escena, volvía a procurarse otra hora o dos de sueño, a fin de reparar los abusos de la noche anterior y reponerse para los trabajos del día siguiente. Pocos muchachos habrían podido mostrarse más insensibles a las impresiones de una vida pasada de esta manera entre los símbolos de la mortalidad. Su mente era reacia a cualquier tipo de consideraciones. Era incapaz de interesarse por la suerte de los demás, esclavo de sus propios deseos y de sus ambiciones abyectas. Frío, despreocupado y egoísta en última instancia, poseía esa pizca de prudencia, mal llamada moralidad, que mantiene alejados a los hombres de la inconveniente embriaguez o del robo punible. Además, ambicionaba ser bien considerado por sus maestros y sus condiscípulos, y evidentemente quería guardar las apariencias. Así pues, su mayor satisfacción era distinguirse en los estudios y, día tras día, prestaba un irreprochable servicio a su patrón, el señor K. Procuraba compensar su trabajo diurno con noches de placeres estruendosos y ruines; y cuando alcanzaba el equilibrio, el órgano que él llamaba su conciencia se declaraba satisfecho. El suministro de cadáveres para diseccionar era una preocupación constante, tanto para él como para su maestro. En aquella clase tan concurrida y atareada, la materia prima que necesitaban los anatomistas siempre estaba a punto de acabarse; y el negocio que necesariamente se derivaba de ello no sólo era desagradable en sí mismo, sino que amenazaba con peligrosas consecuencias a todos los implicados. El señor K. tenía por norma no hacer preguntas en sus tratos comerciales. «Ellos traen el cadáver y nosotros pagamos el precio», solía decir, haciendo hincapié en la aliteración… «quid pro quo». Y después añadía a sus ayudantes un tanto burlón: «No hagan preguntas, en bien de sus conciencias». No había constancia de que los cadáveres se consiguieran por medio del asesinato. Si le hubiesen sugerido semejante idea, habría retrocedido horrorizado; pero la ligereza con que hablaba de un asunto tan serio era, en sí misma, una ofensa a los buenas costumbres y una tentación para los hombres con quienes trataba. Fettes, por ejemplo, le había comentado a menudo lo recientes que eran los cadáveres. Una y otra vez le había sorprendido las miradas culpables y abominables de los rufianes que acudían a él antes del amanecer; y al sacar conclusiones para sus adentros, quizás atribuía un significado demasiado inmoral y demasiado categórico a los imprudentes consejos de su maestro. En suma, su cometido se reducía, a su entender, a tres cosas: aceptar lo que traían, pagar el precio y hacer la vista gorda ante cualquier indicio de crimen. Una mañana de noviembre aquella táctica de silencio fue puesta a prueba severamente. Había estado despierto toda la noche a causa de un terrible dolor de muelas, recorriendo insistentemente la habitación de un lado a otro como una fiera enjaulada o echándose con furia sobre la cama, y finalmente había caído en ese sueño profundo e inquieto que tan a menudo sigue a una noche de sufrimiento. En eso le despertó la irascible repetición por tercera o cuarta vez de la señal convenida. Había un brillante claro de luna, pese a estar esta apenas terciada, pero la noche era desapacible, ventosa y helada; la ciudad todavía no había despertado, pero una indefinible agitación preludiaba ya el ruido y el ajetreo del día. Los profanadores de tumbas habían llegado más tarde que de costumbre y parecían mucho más ansiosos por irse que otras veces. Fettes, muerto de sueño, les alumbró mientras subían. Oía como en sueños sus gruñonas voces con acento irlandés y, mientras despojaban del saco a su triste mercancía, él dormitaba con la espalda apoyada en la pared; tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para encontrar el dinero con que pagar a aquellos hombres. Mientras lo hacía, sus ojos tropezaron con la cara del muerto. Se sobresaltó y dio dos pasos hacia él con la vela en alto. –¡Dios Todopoderoso! –exclamó–. ¡Es Jane Galbraith! Los hombres no contestaron, pero se dirigieron hacia la puerta arrastrando los pies. –La conozco, os lo aseguro –continuó Fettes–. Ayer estaba viva y bien sana. Es imposible que haya muerto; es imposible que hayan conseguido este cadáver honradamente. –Sin duda, señor, está usted equivocado –afirmó uno de los hombres. Pero el otro miró a Fettes a los ojos misteriosamente y exigió allí mismo su dinero. Era imposible interpretar mal aquella amenaza o exagerar el peligro que suponía. Al muchacho le faltó valor. Balbuceó algunas excusas, contó la suma convenida y vio marcharse a sus odiosos visitantes. Tan pronto como estos se fueron, se apresuró a confirmar sus dudas. Gracias a una docena de marcas incuestionables, identificó a la chica con la que había estado bromeando el día anterior. Vio, con horror, marcas en aquel cuerpo que bien pudieran indicar violencia. El pánico se apoderó de él y buscó refugio en su habitación. Allí reflexionó con detenimiento sobre el descubrimiento que había hecho; consideró seriamente el alcance de las instrucciones del señor K. y el peligro que para él entrañaría su intromisión en un asunto tan grave, y finalmente, con gran perplejidad, decidió aguardar el dictamen de su inmediato superior, el adjunto de la clase. Se trataba de un médico joven, Wolfe Macfarlane, ídolo indiscutible de los estudiantes revoltosos, un tipo listo, disipado y falto de escrúpulos por completo. Macfarlane había viajado y estudiado en el extranjero. Sus modales eran agradables, aunque un poco impertinentes. Era una autoridad en cuestiones teatrales, y hábil patinando sobre hielo o ruedas, o con el palo de golf; vestía con meticulosa audacia y, como una última pincelada a su esplendor, poseía un calesín y un robusto trotón. Tenía una relación bastante íntima con Fettes; la verdad es que sus respectivas posiciones exigían que se vieran muy a menudo; y cuando escaseaban las existencias, se desplazaban ambos por todo el país en el calesín de Macfarlane, visitaban y profanaban algunos cementerios solitarios, y regresaban antes del amanecer con su botín para la sala de disección. Aquella mañana precisamente, Macfarlane llegó algo más temprano que de costumbre. Fettes le oyó entrar y, saliéndole al encuentro en la escalera, le contó su historia y le mostró la causa de su alarma. Macfarlane examinó las marcas que presentaba el cadáver. –Sí –dijo, con una inclinación de cabeza–, parece sospechoso. –Bien, ¿qué debo hacer? –preguntó Fettes. –¿Hacer? –replicó el otro–. ¿Quieres hacer algo? Cuanto menos se diga, mejor, diría yo. –Alguien más puede reconocerla –objetó Fettes–. Era tan popular como Castle Rock5. –Esperemos que no –dijo Macfarlane–, y si alguien lo hace… pues bien, tú no la reconociste, ¿me entiendes?, y asunto concluido. La verdad es que esto ha ido demasiado lejos. Si remueves el asunto, meterás a K. en un lío de mil demonios; y tú mismo saldrás con los pies por delante. Y lo mismo me pasará a mí, si vamos a eso. Me gustaría saber qué cara íbamos a poner cualquiera de nosotros, o qué demonios podríamos decir a nuestro favor en el banquillo de los testigos. A mi modo de ver hay una cosa cierta: hablando en plata, todas nuestras existencias proceden de asesinatos. –¡Macfarlane! –exclamó Fettes. –¡Vamos! –se mofó el otro–. ¡Como si tú mismo no lo hubieses sospechado! –Una cosa es sospechar… –Y otra probarlo. Sí, lo sé; y siento como tú que esto haya llegado hasta aquí –dijo, dando un golpecito al cadáver con su bastón–. Lo mejor que puedo hacer es no reconocerla y –añadió tranquilamente– no lo haré. Tú puedes hacerlo, si quieres. No te ordeno nada, pero creo que un hombre de mundo haría lo que yo; y debo añadir que me imagino que eso es lo que K. espera de nosotros. La pregunta es: ¿por qué nos eligió a nosotros dos como ayudantes? Y la respuesta: porque no quería viejas chismosas. Aquel era el tono más indicado para afectar la mente de un muchacho como Fettes. Aceptó imitar a Macfarlane. El cadáver de la infortunada chica fue debidamente troceado, y nadie hizo el menor comentario ni pareció reconocerla.